Sonia Díez, educadora: “El bienestar emocional debería ser el hilo conductor de toda la experiencia educativa”

Hay revelaciones que no se anuncian con fanfarria, sino en silencios mínimos. En un momento de pausa, camino de una reunión o durante una mañana como cualquier otra. Sonia Díez tuvo la suya en el interior de un ascensor, poco antes de cumplir los 59. “Ya casi”, pensó frente a la imagen que le devolvía el espejo. Después de décadas orbitando la educación desde todos los ángulos —de alumna a madre, docente o fundadora de centros—, entendió que había llegado el momento de dejar de adaptarse y empezar a decir lo que muchos saben y pocos se atreven a formular: que la escuela, tal y como la conocemos, ya no basta.
Fruto de ese gesto íntimo y rebelde nace El fin de la educación tal y como la conocemos (Medialuna, 2025), un libro escrito desde el amor a la enseñanza, pero sin tapujos. En él no hay nostalgia ni cinismo, sino una mirada que mira de frente. Díez, presidenta de la Fundación Ítaca y del Comité Científico de la Cátedra EducAcción de la UAM, no lamenta el pasado, sino que cuestiona el presente y señala lo que duele —la desconexión, la pérdida de sentido, el cansancio docente, la ansiedad estudiantil o el espejismo de enseñar para aprobar y no para entender—, pero también lo que late: escuelas que ya están rompiendo inercias, profesores que sostienen mundos y estudiantes que aún esperan algo distinto de los adultos.
Su tesis es simple y desafiante: no necesitamos más reformas, sino una completa reconversión emocional, social y pedagógica. Que la educación vuelva a ser un lugar donde alguien te pregunte quién eres, no solo qué notas sacas; donde el bienestar emocional no sea un lujo; donde la tecnología te acompañe sin llegar a devorar lo humano; y donde cuidar sea el verbo central y no un simple pie de página. Y, sobre todo, donde nadie —ni alumno ni docente— sienta que aprender o enseñar es un acto de resistencia.
Pregunta. El título del libro es toda una declaración de intenciones. ¿Cree que el actual modelo de escuela está agotado? ¿Por qué?
Respuesta. Está agotado por tres motivos fundamentales. Primero, porque no está cumpliendo con su promesa de acompañar al niño o al joven hacia las competencias que va a requerir el mundo al que nos dirigimos, que no solo han cambiado profundamente, sino que siguen haciéndolo. Segundo, porque tampoco le está ayudando a obtener un mayor bienestar ni empoderamiento, porque de hecho se ha producido un deterioro de la salud mental entre los menores. Y tercero, porque está defraudando terriblemente a la hora de cultivar el amor por aprender. Y eso ya es un pequeño drama en sí mismo, porque aprender es (o debiera serlo) profundamente placentero.
El bienestar no debería de buscar tiempo en el horario escolar; más bien tendría que ser el hilo conductor de toda la experiencia educativa. Un niño ansioso, asustado o no escuchado difícilmente podrá aprender; y sin cuidado no hay aprendizaje posible. Además, hay que tener presente que integrar el bienestar no significa añadir horas de tutoría o talleres de mindfulness, sino repensar las relaciones dentro del centro educativo: cómo se enseña, cómo se evalúa, cómo se dialoga y acompaña. Las escuelas que ponen el bienestar en el centro reducen la ansiedad, aumentan la motivación y mejoran los resultados académicos.
P. ¿La educación por competencias que promueve la Lomloe no es un paso en la dirección correcta?
R. Responde a algunas de las cuestiones que es necesario plantearse. Quizás la mayor aportación de este libro es compartir no solo el diagnóstico, alrededor del cual hay un cierto grado de consenso, sino también el pronóstico. El reciente barómetro sobre la percepción de la educación que hemos realizado junto a Metroscopia desvela que el sistema educativo no está funcionando como debiera: solo el 49 % de los ciudadanos piensa que funcione “bien” o “muy bien”, mientras que un 48 % lo califica de “malo” o “muy malo”. Lo que más inquietud suscita es la “falta de motivación y atención” del alumnado (88 %), mientras que un 82 % se refiere a las pocas habilidades sociales y emocionales de los estudiantes.
P. Ese mismo barómetro muestra también un gran escepticismo por parte de la población respecto a las leyes educativas.
R. Exactamente: ocho de cada 10 personas opinan que las normas educativas responden a intereses políticos en vez de a los de los alumnos. Al final, estas leyes acaban siendo un punto de partida para una contienda con otros partidos que tienen un posicionamiento diferente respecto a la educación. Lo que está claro es que no puede haber ninguna transformación educativa sin los docentes, y muchos de ellos están hoy al límite, desbordados, desmotivados o silenciados. Y lo peor es que rara vez se les invita a liderar el cambio. ¿Qué reforma puede tener éxito si no parte de quienes están en primera línea?
P. ¿Cuál debe ser el papel del profesorado en la escuela?
R. Hay que empoderarlos y reivindicar su libertad de enseñar, liberarlos de cargas burocráticas y devolverles el tiempo que necesitan para innovar, colaborar y formarse en metodologías activas, inteligencia emocional o gestión de la diversidad. Los profesores ya no pueden ser meros transmisores de contenidos, sino más bien gestores de experiencias de aprendizaje, capaces de integrar pedagogía, tecnología, emoción y ética. Y, más allá del debate de las ratios, hay que dotar a las aulas de apoyo adicional. Porque cuidar a los docentes tambien es cuidar a los alumnos.
P. Aboga también por una reconversión que flexibilice incluso los tiempos y los espacios, para que faciliten el aprendizaje y el bienestar.
R. ¿Por qué no romper, de una vez, con los horarios rígidos y las aulas de siempre? Al final, la escuela debería girar en torno a lo que realmente ayuda a aprender: la calma, el movimiento, los vínculos o el sentido. Llevamos años tratando el aula como si fuera un contenedor, y eso es un error, porque el espacio también enseña. La luz, el color, el silencio, el ritmo... todo eso influye más de lo que solemos reconocer.
Lo que intento decir es que necesitamos pasar del aula-instrucción al laboratorio de vida, crear lugares que cuiden y horarios pensados para aprender, no para cumplir. No tiene sentido que todos vayan al mismo ritmo ni medir el conocimiento con reglas iguales para todos. Cuando el tiempo y el espacio se vuelven más humanos, la educación respira, y con ella quienes la viven cada día.
P. Habla de devolver el significado al aprendizaje, conectándolo con la vida real y las pasiones e intereses de cada alumno. ¿Puede hacerse espacio para todo eso en la escuela?
R. Lo primero es recuperar una pregunta esencial: ¿para qué educamos? Durante décadas, la escuela se ha obsesionado con qué enseñar y cómo evaluarlo, olvidando a quién y para qué. Cuando un alumno no encuentra sentido en lo que aprende, no es porque carezca de interés, sino porque no ve el vínculo entre ese conocimiento y su vida. Es el primer elefante en la habitación: los estudiantes están presentes solo con el cuerpo, pero con la mente ausente y sin motivación; es una especie de absentismo encubierto.
Hacer espacio para la identidad significa escucharles mucho más y reconocer que cada niño es un proyecto de vida en construcción, no una ficha curricular. Necesitamos pasar de un modelo de enseñanza estandarizado a uno de aprendizaje personalizado, donde el currículo se adapte a las personas, y no las personas al currículo. No es una utopía, sino la evolución natural de la educación. Los sistemas más avanzados ya integran el aprendizaje por proyectos, los itinerarios de desarrollo personal y la conexión con los intereses vitales del alumnado.
Es posible cuando dejemos de medir solo los resultados (reflejados en lo que yo llamo curriculum mortis, rígido que mide lo que ya se ha hecho) y empecemos a valorar los procesos, el crecimiento, la creatividad y la autenticidad, llegaremos al verdadero curriculum vitae: flexible, adaptable y diferente en cada ser humano.
P. Usted ha afirmado que educar es “cuidar sin dejar cicatrices”. ¿Cómo de grave es hoy el problema del malestar emocional entre los alumnos y los docentes?
R. En mi opinión, es una de las cuestiones más serias que tenemos, porque podemos tener ciudadanos más o menos ilustrados o competentes, pero si mental y emocionalmente no están bien, nada de eso tiene sentido, porque estaríamos perdiendo de vista lo más esencial en el ser humano, que es el cuidado mutuo. Sin espacios seguros ni tiempo para escucharse, sin cultura del cuidado, no hay comunidad que valga. Y, sin ella, no hay educación que transforme.
Como hemos comentado, los docentes están absolutamente desbordados, y se ven obligados a absorber lo que la sociedad se muestra incapaz de gestionar, que les llega de manera residual al aula de mil maneras: como niños que han dormido poco y no han descansado lo suficiente; en menores que viven el estrés de su familia de manera muy cercana, e incluso su propio estrés, condicionado por las redes sociales y que a su vez condiciona sus relaciones sociales y su capacidad de aprendizaje. Por todo ello, el bienestar emocional debería erigirse en el centro de la misión educativa.
Uno de los puntos que defiendo es que el sistema educativo debería de tener integrada toda la infraestructurade atención mental y psicológica para esas edades de los sistemas de salud, para que cualquier tratamiento sea inmediato y esté vinculado a la comunidad educativa.
P. ¿Cómo debe prepararse a los docentes para hacer frente a los desafíos y oportunidades de la inteligencia artificial en la educación?
R. La IA no va a sustituir a los docentes, sino que va a desenmascarar el valor insustituible de la docencia. En un mundo donde la información es infinita y accesible, la prioridad del maestro no puede ser el transmitir datos, sino ayudar a los alumnos a pensar críticamente y enseñarles a hacer preguntas, a decidir éticamente, a convivir con lo automatizado sin renunciar a su autonomía y a aprender a aprender.
Por eso, la formación docente debe centrarse en tres dimensiones: enseñar a usar la IA adecuadamente (con ética y discernimiento); aprovecharla como herramienta de amplificación del aprendizaje; y mantener el foco en lo humano, lo emocional y lo relacional.
La IA puede liberar tiempo para lo esencial —el acompañamiento, el diálogo, la mentoría—, pero si no se usa con propósito puede amplificar la despersonalización. El otro día leí en un artículo donde se recordaba cómo, en 1965, los profesores se Matemáticas se manifestaban contra el uso de las calculadoras, y eso me lleva a pensar que, en tecnología, lo primero que tenemos que calibrar es cuándo esta es irreversible. Y la IA, hoy, lo es. Por eso, lo primero que tenemos que hacer los educadores es aceptarla y utilizarla para llevar a cabo nuestra misión, porque si nos limitamos a ser meros consumidores, difícilmente vamos a liderar ningún cambio.
P. En El fin de la educación tal y como la conocemos, destaca la importancia de desarrollar una conciencia ecosocial en la escuela. ¿Qué implica esto y qué impacto tiene en la educación?
R. Una conciencia ecosocial no es un tema transversal más; es un cambio de paradigma. Significa comprender que educar es preparar a las personas para cuidar de sí mismas, de los otros y del planeta. No se trata solo de sostenibilidad ambiental, sino también de sostenibilidad humana y social. Cuando la escuela incorpora una mirada ecosocial, enseña interdependencia, responsabilidad y propósito. Los alumnos dejan de ver el conocimiento como un fin en sí mismo y empiezan a entenderlo como una herramienta para mejorar la vida.
Su impacto es transformador: genera ciudadanos comprometidos, no espectadores; cooperadores, no competidores. Es una pedagogía del cuidado y de la corresponsabilidad, la base de un nuevo contrato educativo con el futuro.
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